Ranuras

Sunday, February 25, 2007

Los laudes del concreto
(Hablando concretamente de lo urbano)

Juan Albañil
el edificio que levantaste
con lo mucho que trabajaste
está cerrado, esta sellado,
es prohibido para ti.

“Juan Albañil” de Cheo Feliciano


El albañil como poeta de la ciudad
Apenas salgo de Parque Central y pongo un pie en la calle me sumerjo en una estructura hecha de poesía en concreto. Sí, poesía tallada en armazón. Literatura que invade la ciudad y la construye como un libro abierto al transeúnte, siendo, a su vez, testigo ocular de las vivencias de millones de personas que día a día dejan allí marcada su huella. Hace días me enteré que gran parte de los albañiles de la ciudad estampan su firma en el concreto cuando terminan de construir una obra. La acción constituye un ejercicio delimitante que señala quién hizo cual o tal calle, una acera en particular o el friso de algún edificio.

Estos nuevos hacedores (nada nuevos realmente) de obras arquitectónicas, sin ápices o pulsiones de artistas, ponen a nuestros pies la configuración de una urbanidad con ritmo inconsciente que nos acompaña a donde quiera que vayamos. Los poetas del concreto han tomado por asalto el amanecer de una urbe, están por doquier, en las bodegas, los museos, las plazas, el metro, las paradas, las discotecas, demarcando su creación, estampando allí su rastro: un legado arquitectónico no reconocido. Donde quiera que nos situemos en Caracas hay algún albañil que piensa: “gracias a mi obra, tú estás allí”. Hasta en el mismo Parque Central, detrás de la figura del arquitecto (el artista del hormigón), existe un batallón entero de poetas y graficadores de la imagen urbana. Albañiles que se cuelan tras la sombra del perito de la universidad transgrediendo la figura académica y canónica de ese arquitecto para pasar también, con su autógrafo, a la posteridad.

Mi vida, y la de muchos caraqueños, transcurre, sin darnos cuenta, sumergida en la poesía concreta de estos confeccionistas de brocha gorda (y ¡ay! del que diga que una losa de concreto no es hablar concretamente, sin abstracciones). No hay peor ciego que el que no quiere ver, y, nosotros, habitantes de la metrópoli desatada, sucumbimos a las calles sin saber que pisoteamos el trabajo de alguien que sintió, vivió, escuchó alguna vez a Cheo Feliciano, bailó toda una noche y luego de 15 cervezas y una noche de profundo sueño se levantó diligentemente para ir a su trabajo y seguir labrando el sendero por el cual caminamos. Por eso, siempre que me despierto y pongo un pie en el suelo de mi cuarto pienso: “gracias poeta por dar una fácil y concreta lectura a mi piso y no dejar mi vida con los pies en el vacío”.

Monday, January 22, 2007

Los laudes del concreto
(Hablando concretamente de lo urbano)

Si el is(t)mo ya no fuera un destierro…


Humano, demasiado humano. Nuestra vida se aferra a una imagen que moldea caminos transitables. Estamos hechos de ideas, sustancias propias de discursos, de palabras que labran los senderos para la acción. Quisiera comenzar hoy la columna parafraseando un comentario del Director del Semanario 7 Colinas, el ahora entrañable amigo Roberto: ¿Será que la presencia de un ismo en la tierra puede salvarnos de nuestras quejas diarias? ¿Existe aún el deseo de la existencia de un istmo, con T, al propio estilo utópico del istmo de Panamá en la independencia venezolana, que pueda (sos)tener en su territorio la esperanza de un mañana mejor?


Nos han programado para pensar que la noción de un sistema en orden adviene directamente del modelo político o económico impuesto (liberalismo, neoliberalismo, socialismo, comunismo, etc.). Se relega la acción artístico-cultural a un plano de entretenimiento y disfrute netamente hedonista, sin saber que, muchas veces, un movimiento de vanguardia puede socavar la bases de una sociedad y sacar del destierro obligatorio a un importante cúmulo de ideas que cambiarían la faz de la tierra, violentando la tranquilidad de toda una comunidad hasta llevarla a un nuevo orden precedido por el caos.

Somos humanos, demasiado humanos como para ceñir nuestra existencia a un modelo netamente económico. El arte, la escritura, el cine, un discurso que mueve masas, la mínima existencia verbal entonada, la propia sensación de rechazo, apego o desapego a un objeto artístico demuestra que nuestra vida está invadida de una sed que sólo la sacia el hecho de asirnos a ideas que alimentan un cambio generacional trascendente.

Si el is(t)mo ya no fuera un destierro. ¿Podemos creer en un ismo? Aunque ya Lyotard, Baudrillard y Derrida removieron y resquebrajaron las bases sobre las que construimos muchas de las utopías sociopolíticas modernas, desmantelando la propia idea de la política y el arte como un discurso de referentes asibles, aún existen Chiapas y el País Vasco, existe Moore, Palestina, el Teatro Pánico, algunas líricas alentadoras de Papashanty, Audioslave, Kusturica y un batallón entero de escritores, pintores, hacedores de cultura y uno que otro colector del acervo que puede derrumbar todo un mañana, todo un modelo social. Ellos, son los otros hacedores de ismos.

La resistencia signada y precedida por la acción, sucedida en un futuro por la vanguardia. Resistir y salir de la resistencia para avanzar. El istmo, con T, puede dejar de ser una porción de tierra soñada para convertirse en una pulsión mundial, un rumbo para el cambio, una traspolación de pensamientos hacia el desentierro de la vida misma. Hemos subestimado al arte y la cultura, minimizando su potencia, sosegándolos a modelos menospreciados y ya casi olvidados perdiendo la oportunidad de convertirlos en verdaderas ideologías. Un ismo es tan necesario como la existencia de un respiro, de pequeñas gotas de oxigeno que nos lleven a diario por nuevas latitudes, ésas que con su sola presencia son capaces de descoser hasta la propia realidad.


Friday, November 03, 2006

(¿) La Imagen lo es todo (?)

La imagen lo es todo. Vallas, afiches, videos, cine, tv, periódicos, revistas, volantes, encartados, diseño de modas, de interiores, de exteriores, malls, centros de belleza, más y más escuelas de diseños que se inauguran, incluso lavadoras que ahora traen diseños de moda están por todos lados. Aunque la radio es un medio auditivo, también se ha dejado arrastrar por esta inconmensurable avalancha de signos vitales que desde hace más de 50 años rinde culto extremo a la imagen como producto de venta con voces moduladas, sexys, divertidas y desprendidas que nos obligan, de manera casi inevitable, a imaginarnos a una bella o bello modelo detrás del micrófono.

La imagen lo es todo. A través de uno de los componentes más importantes de la publicidad (el acento aspiracional que incentiva y modula el “apetito” del consumidor y del cliente), se modela nuestro culto por la imagen. Silicón, liposucción, cremas, cabellos alisados, implantes de pectorales y abdominales, tatuajes, ropa de Zara, frenillos (nunca un año había sido tan fructífero para los estetas de la medicina de Venezuela como lo fue el 2005 – 2006) y un sin fin de adornos esperan para ser devorados por nuestros ojos, hasta convertirse en nuestra única y más deseada meta a alcanzar.
Nadie pareciera escapar de este gran circo de la imagen. Recuerdo que hace unos cuantos años, cuando entré a la Escuela de Letras de la UCV, institución caracterizada por rendirle culto al intelecto, me di cuenta de que por sus pasillos desfilaban muchas de las mujeres y hombres más atractivos de toda la universidad. Los mejores vestidos, comenzando por los propios profesores, se paseaban ante mis ojos seduciéndome a salir corriendo de compras para poder estar a la altura visual de toda una generación. Hoy, lamentablemente, creo que lo logré después de muchos años de intentos frustrados.

La imagen lo es todo, sobre todo en ciudades desgarradas por rasgos latinoamericanos, caribeños y pseudopostmodernos que nos obligan a ir bien vestidos al trabajo, tener una casa en la que todo sea equilibrado y poseer gustos culinarios que llevan un orden de diseño preestablecido, también moldeado por la imagen del consumo y de la venta. Ante esta gran marea de guiños visuales que crea remolinos en todas partes del mundo, me pregunto dónde quedan los que están fuera de ese patrón de mercado.

Según la Organización Mundial de Comercio, cerca de 1.700 millones de personas son grandes consumidores en todo el mundo, el resto de la población (más de 4.500 millones de personas) consume sólo lo necesario o no tiene acceso a los centros de distribución de bienes y servicios del mercado del capital. Es decir, apenas la cuarta parte de la población mundial vive y crece para seguir moldeando el patrón de consumo de esa imagen que se quiere distribuir en el planeta como una homogenización de la unidad visual global.

Si reducimos esas 1.700 millones de personas a sólo aquellos que pueden comprar y consumir todo lo que diariamente nos vende la publicidad, sumarían cerca de 700 millones de altos consumidores, fin último de la maquinaria publicitaria planetaria. De estos 700 millones de personas, alrededor de 1 millón son parte del grupo que idea, día a día, qué se nos va a vender y de qué forma vamos a consumir lo que producen las grandes corporaciones de sus jefes.

Si seguimos reduciendo aún más estas cifras, llegaríamos a un pequeño y privilegiado número de personas que (cada vez que suena su recién adquirido reloj despertador de último modelo y despegan sus muy alisadas cabezas de sus cómodas almohadas de plumas) se levantan pensando qué es bueno y qué no para nuestro consumo. Estas mil personas que conforman ese pequeño y privilegiado grupo se han convertido en los padres de nuestras actitudes de compra, dictaminado que realmente es muy bueno para nosotros tener senos llenos de silicón, dientes totalmente alineados, cabellos lisos y rubios, dos costillas menos y, por encima de todas las cosas, adquirir diariamente la amplia gama de productos y servicios que todas sus empresas distribuyen a nivel mundial.

¿La imagen lo es todo? No lo sé… Más de 4.700 millones de personas podrían contradecir lo que he venido escribiendo. Sobre todo si muchas de esas personas ni siquiera saben lo que es la imagen de un vaso con agua o, por lo menos, el dibujo de un buen plato de comida. Lo peor de todo, es que ese gran círculo vicioso de la imagen (y sus grandes padres: el mercado y la publicidad) han moldeado a tal punto nuestros gustos de consumo que todos creemos que sí, que la imagen lo es todo. No imagino una vida (por lo menos en mi caso) en la que no exista el cine, la música (y todo su gran mercado de la imagen audiovisual), las revistas y la Internet. Allí, en ese pequeño y cerrado pliegue de todo lo que significa el gran pastiche de la venta y la compra de la imagen y el mercado, yo sería lo que los grandes corporativos definen como “un excelente consumidor”, un comprador que encaja perfectamente en todos sus patrones culturales de consumo (mucho más ahora que una parte del cine independiente europeo y latinoamericano está siendo subsidiado por grandes corporaciones de Hollywood, y Youtube –uno de los pocos medios de difusión alternativa– acaba de ser comprado por Google volviendo a limitar nuestro radio de consumo a sus ya filtradas fuentes de producción artístico-cultural).

Sí, la imagen para algunos lo es todo. Lamentablemente me grabaron muy bien en la cabeza que eso es así. Me he descubierto comprando libros sólo porque su portada me resultó excesivamente atractiva. No sé si en algún momento los latinoamericanos nos lleguemos a perecer al europeo Lipovetskiano que se desliza rapazmente como el nuevo Hermes de la Promo de Pirelli en compra tras compra, consumo tras consumo, sin detenernos a pensar que tan parecidos somos a la imagen del bello modelo que nos promociona el nuevo gel para el cabello o cómo podría aumentar nuestra líbido un par de senos llenos de silicón.

No lo sé. Es difícil conseguir respuestas a estas preguntas, más aún si vivimos totalmente sumergidos en sociedades 100% consumidoras de bienes servibles e inservibles. Todas las noches me sigo preguntando lo mismo mientras me acuesto a dormir, quizá a la misma hora que se acuestan nuestros grandes padres del reducido grupo de 1.000 personas, diciéndome a mí mismo: “¿Será que papi tendrá mañana mejores cosas para mí?”.

Thursday, April 20, 2006

Crash o el impacto de Hollywood en una retina cansada
Hollywood huele a mentira, discurso forzado a acelerar su ritmo para no dejarse desmentir por la realidad. La película Crash, impacto enceguecedor en la crítica, hizo también su coalición en gran parte de los desligados del medio. Su carrera apresuró el paso en tiempos de guerra irakí, de futuras elecciones y de presiones humanas para reivindicar la imagen de los amigos corporativos de hollywood. Recibió premios, bombos y platillos.

A falta de acciones reales, buenas son las películas. La redención de los blancos terminó con Crash, descaradamente, por apoderarse de una estética cinematográfica de calidad en algunas creaciones de última generación. El filme narra las acciones de sujetos en situaciones en donde experimentan un cambio de conciencia que los llevan a pasar del mal al bien. Ladrones que luego se convierten en seres piadosos, árabes violentos que se arrepienten, policías corruptos que se transforman en héroes, componen parte de su trama. Todas las acciones encaminadas a trasmitir un claro mensaje: todos podemos cambiar. ¿Se cumple este mensaje en la película? ¿Es un filme como Crash un impacto verdadero en la cotidianidad de un tema tan profundamente sensible como lo es el de su corpus?

Hollywood se impone con su epigrafía, cuyo fin es dar inscripciones redentoras a personajes con una fricción que raspa el celuloide. ¿Cuál es el problema con la verdad en Crash? El hilo dramático de Hollywood nos ha anudado lentamente, haciendo inscribir en nuestros pensamientos una ficción por la cual “deberíamos” luchar. Mensaje maniqueo que no toca fondo. En Crash, por ejemplo, es un golpe bajo no mostrar la culpa del gobierno de EEUU por convertir a su población en agricultores del odio, obligándolos a cosechar día a día: intolerancias, explotaciones, desmanes, violaciones, falsos patriotismos, xenofobias, racismos y miedos.
Cercenamos nuestra capacidad de lucha real viendo películas en las que otros luchan por nosotros (fielmente como en Crash), en las que se desdobla una realidad horrenda en una realidad amistosa: basta con salir del cine para ver cómo su propio discurso los desmiente y los devuelve con una cruda e insensible matriz de sentimientos encontrados. La realidad te corrompe Hollywood, hace corrosión en ti.
Vivimos con pensamientos proyectados en imágenes: la imagen diaria de alguien que compra el periódico y se va a casa a leer. Más allá de fronteras ideológicas y territoriales, todos, absolutamente todos, sufrimos ataques momentáneos de histeria, tenemos neurosis, sentimos hambre, sueño (s) y ganas de ir al baño. El celuloide, en películas enfocadas a modo de Crash, lo olvida y termina por hacer historias 100% inverosímiles. La mentira les raspa ese mismo celuloide.
La academia te premió Crash, cumpliste tu impacto colando en una parte del mundo. Es de entenderse: en épocas de desesperanza cualquier estela es bien recibida. Aún así, el odio seguirá siendo sembrado por quienes financian tu propia producción. Tu propuesta seguirá filtrándose por la ayuda de Hollywood. Sin embargo, a ellos se le olvida que hay coladores defectuosos, orificios tapados que no filtran todo, y, aunque eso no afecta el fluir de tu caudal, te puede pasar que algún día, al fin, necesites con urgencia de un experto en desagües.