Los laudes del concreto
(Hablando concretamente de lo urbano)
Juan Albañil
el edificio que levantaste
con lo mucho que trabajaste
está cerrado, esta sellado,
es prohibido para ti.
“Juan Albañil” de Cheo Feliciano
el edificio que levantaste
con lo mucho que trabajaste
está cerrado, esta sellado,
es prohibido para ti.
“Juan Albañil” de Cheo Feliciano
El albañil como poeta de la ciudad 
Apenas salgo de Parque Central y pongo un pie en la calle me sumerjo en una estructura hecha de poesía en concreto. Sí, poesía tallada en armazón. Literatura que invade la ciudad y la construye como un libro abierto al transeúnte, siendo, a su vez, testigo ocular de las vivencias de millones de personas que día a día dejan allí marcada su huella. Hace días me enteré que gran parte de los albañiles de la ciudad estampan su firma en el concreto cuando terminan de construir una obra. La acción constituye un ejercicio delimitante que señala quién hizo cual o tal calle, una acera en particular o el friso de algún edificio.
Estos nuevos hacedores (nada nuevos realmente) de obras arquitectónicas, sin ápices o pulsiones de artistas, ponen a nuestros pies la configuración de una urbanidad con ritmo inconsciente que
nos acompaña a donde quiera que vayamos. Los poetas del concreto han tomado por asalto el amanecer de una urbe, están por doquier, en las bodegas, los museos, las plazas, el metro, las paradas, las discotecas, demarcando su creación, estampando allí su rastro: un legado arquitectónico no reconocido. Donde quiera que nos situemos en Caracas hay algún albañil que piensa: “gracias a mi obra, tú estás allí”. Hasta en el mismo Parque Central, detrás de la figura del arquitecto (el artista del hormigón), existe un batallón entero de poetas y graficadores de la imagen urbana. Albañiles que se cuelan tras la sombra del perito de la universidad transgrediendo la figura académica y canónica de ese arquitecto para pasar también, con su autógrafo, a la posteridad.
Mi vida, y la de muchos caraqueños, transcurre, sin darnos cuenta, sumergida en la poesía concreta de estos confeccionistas de brocha gorda (y ¡ay! del que diga que una losa d
e concreto no es hablar concretamente, sin abstracciones). No hay peor ciego que el que no quiere ver, y, nosotros, habitantes de la metrópoli desatada, sucumbimos a las calles sin saber que pisoteamos el trabajo de alguien que sintió, vivió, escuchó alguna vez a Cheo Feliciano, bailó toda una noche y luego de 15 cervezas y una noche de profundo sueño se levantó diligentemente para ir a su trabajo y seguir labrando el sendero por el cual caminamos. Por eso, siempre que me despierto y pongo un pie en el suelo de mi cuarto pienso: “gracias poeta por dar una fácil y concreta lectura a mi piso y no dejar mi vida con los pies en el vacío”.

Apenas salgo de Parque Central y pongo un pie en la calle me sumerjo en una estructura hecha de poesía en concreto. Sí, poesía tallada en armazón. Literatura que invade la ciudad y la construye como un libro abierto al transeúnte, siendo, a su vez, testigo ocular de las vivencias de millones de personas que día a día dejan allí marcada su huella. Hace días me enteré que gran parte de los albañiles de la ciudad estampan su firma en el concreto cuando terminan de construir una obra. La acción constituye un ejercicio delimitante que señala quién hizo cual o tal calle, una acera en particular o el friso de algún edificio.
Estos nuevos hacedores (nada nuevos realmente) de obras arquitectónicas, sin ápices o pulsiones de artistas, ponen a nuestros pies la configuración de una urbanidad con ritmo inconsciente que

Mi vida, y la de muchos caraqueños, transcurre, sin darnos cuenta, sumergida en la poesía concreta de estos confeccionistas de brocha gorda (y ¡ay! del que diga que una losa d

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